El barrio de La Estrella, también conocido por los lugareños como ‘La Villeta’, se localiza al este de Mosqueruela, en las entrañas del Maestrazgo turolense. El mapa los sitúa cerca, pero para llegar hasta él es necesario recorrer más de 24 kilómetros por un angosto camino forestal que trascurre entre barrancos de gran pendiente. Uno pertenece a Castellón, el otro, a la Sierra de Gúdar-Javalambre. Sinforosa Sancho y Martín Colomer es el matrimonio octogenario que se resiste a cortar sus raíces y mudarse a Villafranca -localidad con la que limita-, donde compraron una casa hace años y también residen su hijo y su mujer junto a su nieto de 5 años. «El hijo no quiere que estemos aquí ya, pero nosotros de momento tenemos buena salud y no nos queremos mover«, justifican.
Son las cuatro de la tarde, aunque uno de los dos relojes solares de la plaza de La Villeta marca las dos. Mosqueruela duerme. Desde el día 23 disfrutan de sus fiestas en honor a la Virgen de La Estrella. Al preguntar por el barrio, los pocos vecinos que circulan por sus calles avisan de que hay que ir con cuidado: la pista es estrecha y pedregosa. Como manda la tradición, ellos la completarán a pie y en romería el último domingo de mayo. Es uno de los dos días del año en los que La Estrella se llena de vida por unas horas -el otro es en noviembre-. La niebla cubre el valle y las nubes acarician las copas de la gran masa forestal que cubre todo el valle. La tormenta es inexorable. Tras media hora y después de descender los últimos serpenteantes metros de la pista, al fondo del barranco se divisa una cúpula cubierta por tejas azules y rojas. Es la techumbre del Santuario de La Estrella. En torno a ella se disponen un par de hileras de casas de piedra, la mayoría, abandonadas desde hace décadas. Allí se respira tranquilidad, silencio y un aroma que confunde el tomillo con el romero.
Sin agua corriente, televisión o teléfono.
Desde hace más de 30 años, Sinforosa y Martín son los únicos habitantes de este recóndito lugar que durante la Guerra Civil también fue refugio de maquis, y ahora, además de ser un centro de devoción, también sigue albergando la residencia de este matrimonio que dentro de poco celebrará sus bodas de oro. Aunque Martín, entre risas, bromea con la idea de divorciarse y marcharse a Villafranca él solo. Es Sinforosa la que de momento se niega abandonar La Estrella. Se conocieron saliendo a bailar en una de las dos tabernas que entonces había: las de la tía Benedita y la tía Consuelo. «Nosotros nos hemos criado aquí y no nos llama nada marcharnos a otro sitio. Aquí estamos estupendamente cuidándonos el uno al otro y con nuestros animales«, asegura la octogenaria, quien presume de gozar ambos de una gran salud. «No tomamos pastillas y comemos lo que queremos«, dice orgullosa Sinforosa. También tienen un gallo, cuatro gallinas que les dan huevos diariamente, 35 panales de abejas, 25 gatos «todos atienden al nombre de «Michurrín» y tres perros a los que llaman «Pichurrines». «Y hasta hace seis años también tuve 22 caballos», recuerda Martín, quien se ha dedicado toda su vida a la agricultura y a la ganadería.
Desde la posguerra viven en una antigua hospedería perteneciente al obispado, contigua al Santuario. No disponen de agua corriente. Cada día tienen que caminar hasta la fuente para recoger agua potable para su consumo y para su aseo personal. La lavadora sigue siendo el antiguo lavadero y el jabón, natural, de tajo. La luz les llegó hace poco a través de una placa solar, «antes nos apañábamos con candiles y teas», recuerda Sinforosa. La cobertura es un espejismo y para usar el teléfono móvil tienen que subir al monte para poder hablar. La tele «no la necesitamos para nada, con la radio tenemos bastante», y aunque ahora cocinan con butano, hasta hace 10 años lo hacían sobre en el fuego de leña -las sopas bullidas y el conejo a la brasa son sus especialidades-.
Les faltan algunos bienes de primera necesidad ligados a la sociedad actual, pero les sobra algo: sentido del humor y felicidad. «No necesitamos nada más, para qué», aseguran. Ni siquiera reloj, se rigen por el reloj solar de la plaza -cuando este alumbra-: «Comemos cuando tenemos hambre y nos vamos a dormir cuando nos entra el sueño, sin mirar la hora», dice Sinforosa mientras se peina su pelo blanco para salir bien en las fotos. Tienen un viejo Land-Rover y una C-15 con la que viajan hasta Villafranca cuando necesitan ir al médico, comprar en el supermercado o visitar a su hijo. Aunque su despensa también se abastece con las hortalizas, las cerezas o la miel natural que Martín se encarga de trabajar durante todo el año.
La falta recursos para seguir viviendo allí llevó a los habitantes de La Estrella a ir abandonando el poblado poco a poco. Pero hace años, tuvieron dos maestros, horno, alguacil, secretario, cura, un par de tabernas e incluso vieron nacer al Niño de la Estrella, un famoso torero al que todavía se le rinde homenaje en la localidad. Fue un pueblo lleno de vida. «La tía Juana y el tío Ángel, para los que trabajé durante un tiempo, fueron los últimos en marchar. Eran tan mayores como nosotros ahora y fue una pena porque se los llevaron obligados y los separaron», lamenta Martín, quien asegura no tener miedo a la soledad. «Miedo tendría donde hay mucha gente: en Teruel, en Castellón o en Zaragoza, pero ¿aquí, por qué?», espeta.
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